La ley como contrapoder
Luis García Montero Verso libre Publicada 15/10/2017.
¿Qué es ser un poeta? Acostumbrado por vocación a convertir mi oficio en el primer ámbito de compromiso con la sociedad, no me conformo sólo con la exigencia evidente de honestidad en el estilo, esa relación íntima que cada escritor establece con el patrimonio común de un idioma. Necesito también vigilarme, ser precavido conmigo mismo, cuestionar el sentido y las consecuencias de mi honestidad.
Por eso vuelvo con frecuencia a Albert Camus. El mundo que vivimos, el mundo que nos hace y nos deshace, me invita a recordar con frecuencia el discurso que escribió en diciembre de 1957 para aceptar y dar las gracias por el Premio Nobel. En estos días de conflicto callejero y parlamentario han circulado por Twitter algunas de sus frases. Yo recuerdo aquí esta reflexión: «Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida —en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión–, esa generación ha debido, en sí misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir».
Los momentos de quiebra se suceden, son una insistencia en el fluir de la historia. La necesidad de impedir que el mundo se deshaga cobra de nuevo actualidad en el vértigo de estos años en los que la soberanía democrática se degrada hasta límites insoportables, los medios de comunicación generan las opiniones que necesita el dinero para imponer su avaricia, las realidades virtuales sustituyen en el discurso a la experiencia histórica de carne y hueso y los derechos humanos se pudren en las fronteras, invitándonos a ser diferentes, a distinguirnos del otro.
Pero hay algo que me conmueve, más allá de las semejanzas coyunturales, en esta tarea no de cambiar el mundo, sino de impedir que se deshaga. El compromiso con lo anterior, la necesidad de resistir en épocas innobles, significa el reconocimiento de un diálogo generacional que deja fuera de lugar a los viejos cascarrabias (esos que opinan que los jóvenes son tontos) y a los jóvenes adánicos (esos que sienten que van a inventárselo todo porque no tienen nada que heredar de sus mayores, ni siquiera su experiencia del mal y del miedo). La dignidad de vivir y de morir necesita el diálogo con el pasado como restauración de una posible confianza en el futuro. Digo posible, porque más vale que sólo nos movamos en el modesto terreno de las posibilidades. Oponerse al nihilismo sin caer en el dogma fue una de las mejores lecciones de Camus,partidario de las utopías modestas.
Confieso que en mi perpetuo diálogo generacional con el viejo Albert Camus, al releer una vez más el discurso de diciembre de 1957, me he detenido con incomodidad en esta frase: «Por eso, los verdaderos artistas no desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar. Y si han de tomar partido en este mundo, sólo puede ser por una sociedad en la que, según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o intelectual». Sentirse incómodo no es negar, sino detenerse a pensar.
Como nos recordó Bernhard Schlink en su magnífica novela El lector, un juez debe comprender, mirar a los ojos del reo antes de dictar sentencia. Eso es cierto, sobre todo cuando uno está acostumbrado a leer y a ponerse en el lugar del otro. Pero esa misma costumbre de leer me invita ahora a pensar desde una perspectiva diferente: en esta época, quizá sea mejor que la sentencia la dicte un juez más que un creador.
Hablo, claro está, de nuestra relación con la ley. La dinámica social impuesta tiende a identificar el progreso con la ruptura, la rebeldía con el desprecio de lo anterior, la libertad con el grito. Es la misma dinámica social que controla las opiniones y las reacciones sentimentales a través de sus medios de comunicación y que trabaja para borrar la memoria y gobernar el descrédito, una forma de nihilismo. Si queremos hacer de la literatura y de la vida un compromiso público con la verdad de la gente, tal vez sea necesario enfrentarse al poder en el terreno de una verdad convertida en verosimilitud, de una legitimidad convertida en legalidad. La verdad no verosímil fracasa en el argumento literario tanto como la legitimidad no legal en la sociedad democrática. La libertad depende de la creación de un orden, no de la llamarada de una ruptura. Un orden con sus jueces.
El trabajo del poeta es ampliar el horizonte de la memoria y la verosimilitud, igual que la ciudadanía necesita transformar las leyes para situarlas en la legitimidad de su tiempo. Pero para que este proceso no conduzca a la confusión, la decepción o la furia manipulable, es preciso un orden capaz de forzar la realidad, no de negarla, y enfrentarse al poder. En esta sociedad, debe dictar sentencia el juez más que el creador.
Albert Camus no inventó el periodismo, restauró su compromiso independiente para vigilar al poder frente a los demagogos o los cortesanos. Albert Camus no inventó la figura del intelectual, restauró su decencia frente a los que sacrificaban el presente en nombre de la tierra prometida. ¿Existe una forma de creación que no sea un modo de recuerdo?
En fin, ganas de pensar, deseos de ponerse en un compromiso al ser poeta, o periodista, o intelectual, o juez, o ciudadano, o cualquier cosa.
Dialogar, ¿entre quién?
Luis García Montero Verso libre El futuro de Cataluña Publicada 22/10/2017.
Hay momentos en los que la realidad nos desnuda. Buena parte de la tarea política y cultural está destinada a medir, cortar, pespuntear, vestir o disfrazar la realidad. La conciencia de que la sociedad es una sastrería imperfecta nos ha hecho perder la confianza en muchas cosas, incluso en la verdad. Los que se toman en serio el concepto de posverdad son unos nostálgicos. Sin conciencia histórica, admiten que vivimos después de la Verdad. ¿Pero hubo alguna vez una Verdad al margen de la vara de medir o del bastón de mando de la Historia?
Por mucho que intentemos vestir la realidad, hay conflictos en los que esa realidad llega a desnudarnos. No existen soluciones fáciles, incluso uno llega a pensar que no existe solución. La única salida realista parece ser la aceptación del dolor. Incluso de la catástrofe. Utilizo mucho la palabra incluso, pero es que las situaciones en las que la realidad nos desnuda, aunque en un primer momento nos atan a la tierra, acaban convirtiendo el mundo en un espacio parecido a La Inclusa, una casa de expósitos.
Para negarse a la catástrofe, no queda otra alternativa que sentarse a hablar de verdad, incluso sentarse a hablar sobre la verdad. No existen verdades esenciales, pero existen ilusiones sentidas como verdad. Pierre Bourdieu explicó en Las reglas del arte (Anagrama, 1995) que la illusio, sentida como adhesión al relato, es la premisa necesaria para que sean vividas de verdad las ficciones. En esta sastrería imperfecta y en rebajas que hoy es el mundo, con grandes colas en las puertas del negocio, gente apresurada para hacer su compra en situación de emergencia, ya no basta con decir que la Verdad del relato está al servicio del Poder. Habrá que buscar una verdad alternativa y transitoria, un relato y un poder que le devuelvan la dignidad a la política y al ser humano. No podemos prescindir de la ilusión, no podemos normalizar la catástrofe.
Confieso que el conflicto catalán me ha dejado desnudo. Estoy en La Inclusa. Desde hace mucho tiempo me afectan razones y sentimientos de rabia, solidaridad, disidencia, indignación y cansancio. No puedo renunciar a la ley democrática, ni puedo hablar al margen del amor.
Por eso no me basta con denunciar la mezquina irresponsabilidad del PP, capaz de abrir una brecha calculada en busca de su beneficio electoral. En nombre de la Unidad de España, han cultivado la amenaza del separatismo catalán para ocultar sus propias corrupciones y su política santificadora de la desigualdad, poniendo además en dificultades de identidad a los sindicatos y a los partidos de la izquierda. Tampoco me basta con denunciar a la derecha catalana, capaz de traicionar a su burguesía y a su tejido económico para ocultar su corrupción, su canibalismo y su propia liquidación de los servicios públicos. La illusio que ha creado de una independencia posibleha sido vivida como relato de verdad por mucha gente. La factura sentimental y económica, más allá de las lágrimas de los jóvenes que tienen en el banco 150 euros para darse un capricho a final de mes, la pagarán como siempre los más débiles, los que no alcanzan para darle un desayuno por las mañanas a sus hijos.
En la España repleta de banderas, incluida Cataluña, hay más de 13 millones de personas en el umbral de la pobreza. Por eso no me basta con denunciar a la derecha. ¿Por qué la izquierda no es capaz de sentarse a hablar? ¿Por qué no se puede articular un relato, una illusio que haga vivir como verdad y prioridad la conciencia histórica, el deseo de justicia social, la solidaridad, el respeto, la democracia profunda? Por qué somos incapaces de comprender el sentido de Europa y las lógicas del siglo XXI?
Pedimos una y otra vez que dialogue el gobierno del Estado con el gobierno de la Generalitat. ¿Pero dónde está el diálogo de la izquierda?
Se va a aplicar el artículo 155, se convocarán elecciones en Cataluña. Sea cual sea el resultado, sea cual sea la dureza o la gravedad de los hechos, el conflicto no lo solucionaran unas elecciones. La fractura sentimental de la sociedad catalana dolerá más allá de unos resultados coyunturales. ¿No es posible tomarse en serio la construcción de un espacio que procure mañana y pasado mañana el debate y el acuerdo político en vez del choque de trenes o el enfrentamiento de identidades?
Es irresponsable, muy irresponsable, que la izquierda busque en el espectáculo de las rebajas sólo motivos para robarle votosa los que son por necesidad, por esa realidad que nos desnuda, compañeros de viaje imprescindibles.
Es un artículo triste, ya lo sé. Pero este sentimiento de tristeza me parece hoy mucho más legítimo que las alegrías y las soflamas.

Luis García Montero
Granada, 1958. Poeta y Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Granada. Es autor de once poemarios y varios libros de ensayo. Recibió el Premio Adonáis en 1982 por El jardín extranjero,el Premio Loewe en 1993 y el Premio Nacional de Literatura en 1994 por Habitaciones separadas. En 2003, con La intimidad de la serpiente, fue merecedor del Premio Nacional de la Crítica.
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Luis García Montero Publicada 20/10/2017.
LOS DIABLOS AZULES
Emilio Lledó, palabra y vida
- La editorial KRK acaba de publicar el libro Dar razón. Conversaciones, una recopilación de diálogos con el filósofo
- Con su permiso, recogemos para nuestros lectores algunas de sus respuestas a preguntas de Juan Á. Canal, Pedro Cerezo, José Manuel Fajardo, Juan Cruz y Antonio Lucas
El filósofo Emilio Lledó. EFE
La editorial KRK acaba de publicar el libro Dar razón. Conversaciones, una recopilación de entrevistas con el filósofo Emilio Lledó preparado por Juan Á. Canal.
Con el permiso de Lledó recogemos para nuestros lectores algunas de sus respuestas a preguntas de Juan Á. Canal, Pedro Cerezo, José Manuel Fajardo, Juan Cruz y Antonio Lucas.
1.— Creo que la palabra hablada tiene que ver con la vida y la palabra escrita tiene algo que ver con la muerte. Gracias a la palabra escrita, alguien en el futuro dialogará contigo o simplemente la escuchará. Aunque Platón acusa de simulacro y eco al lenguaje escrito, parece que, a pesar de las limitaciones que posee la escritura, nos sirve para dialogar. Esa muerte como oralidad se convierte en creación del futuro como memoria y como posibilidad de diálogo. Son, además, dos temporalidades distintas: la temporalidad viva y latiente del lenguaje mientras yo estoy hablando y la temporalidad lenta (cuando leo y releo) y más elaborada, que gana en solidez y en ambigüedad, de la palabra escrita. Y enlazamos con el gran tema de la ética griega: la paideía, la educación. El lenguaje, para la educación griega, es spermata (semillas).
2.— Hay muchos enemigos del diálogo. Lo primero que tenemos que aprender es a dialogar con nosotros mismos. A construir nuestra propia posibilidad de recepción. El descubrimiento de la alteridad es esencial. En el descubrimiento de la philía se intuye el propio ego; en la propia subjetividad está la relación, la tensión con el otro y, por tanto, hay que organizar la solidaridad y la colectividad. Aristóteles dice en uno de sus textos que en el fondo nadie querría tener todo si estuviera solo. ¿Cómo autentificar las palabras en una degradación e instrumentalización del lenguaje? No circulando excesivamente por las autopistas de la información que nos asfixian y no nos dejan pensar. Volviendo continuamente al diálogo y evitando lo que yo llamaría los remolinos de la conciencia, que todo lo absorben hacia un mismo centro; manteniéndonos vivos.
3.— Confío que no sea irreversible el imperio de la teledemocracia. El imperio de lo que nos viene desde lejos dista mucho del significado original de la democracia, pues el démosentrañaba cercanía, era la presencia, el ámbito en que alguien podía hablar con quien estaba allí al lado mismo; pero si la pretendida democracia no es sino un lenguaje cuajado en otros espacios y a los ciudadanos se les escapa el manejo a que puedan estar siendo sometidos desde aquellos…, podría ir anquilosándose el pensamiento y la comunicación igualitaria, es decir, podría estar destruyéndose desde dentro la democracia misma y su concepto —la capacidad de entender, dialogar e intercambiar criterios y decisiones—. La democracia surgió como un análisis del lenguaje, pero no en abstracto sino muy inmediatamente: surgió como disconformidad con el lenguaje que se recibía, como un descontento con la significación que trivialmente se atribuía a las palabras; por eso tuvo oportunidad y sentido la aparición de la Sofística, interrogándose sobre lo que el otro significaba al decir justo o bueno o, incluso, nombres comunes como mesa, aunque sobre todo inquietaban los términos más abstractos y, por ello, más susceptibles de superchería para embaucar a otros. Por eso hoy resulta necesario atender al funcionamiento mismo de la democracia, lo que a veces denomino democracia oligárquica, imbuida de un desconcertante concepto de liberalismo, más interesado en el dominio de una clase económica y de poder que en la verdadera libertad.
4.— Ya que hablo de monstruosidades que estamos viviendo en nuestro tiempo, se me platea un gran interrogante sobre lo que sucede con las grandes masas de refugiados tratando de llegar a países más prósperos y tranquilos donde poder ganarse la vida y, antes incluso, preservarla. Y no sólo me refiero al problema del mal y su génesis, sino a la incomprensible paradoja que se da en su tratamiento informativo: nos bombardean con imágenes impactantes, de pateras en el mar o de hileras humanas que en condiciones míseras se mueven en sus particulares éxodos, pero rara vez se ofrecen estudios y análisis de las causas y los causantes. Parecen complementarse la machacona superficialidad en el regodeo de los medios en algunas escenas, crueles y dramáticas en verdad, o los abrumadores números de miles y millones de expatriados errantes con la ausencia de profundidad en la investigación y el desvelamiento de los auténticos motivos que están provocando ese crimen. La sociedad de la información parece volcada en urdir una lacrimosa reacción de los espectadores o receptores a base de titulares y fotografías estremecedoras mientras enmascara, sospecho que interesadamente, el muy perverso trasfondo de esa tragedia multitudinaria que vacía países.
5.— Nuestra democracia está condenada al fracaso si no se plantea y resuelve el problema de la educación. La democracia sólo es posible si se da una liberación individual a través de la educación. En España vivimos catecismizados. Aquí no se enseña a pensar, se dan libros de texto. Y, sin cambiar esto difícilmente va a poder pensarse en ningún otro tipo de cambio más profundo. Y el problema es que se está utilizando el concepto de democracia sin llenarlo de contenido. Tenemos, por un lado, las instituciones democráticas, que son la estructura formal que puede posibilitar esa educación, esa formación de la que hablamos. Al tiempo, la democracia es un contenido, un modo de relación entre los seres que integran una comunidad. Sin ambos elementos la democracia es irreal.
6.— Como estamos en una sociedad tan propensa al espectáculo y con tantos canales de información funcionando al mismo tiempo (cosa que resulta una ventaja, por otro lado) llega un momento en que no se sabe bien lo que nos quieren decir. Los medios son esenciales para la higiene democrática, pero lo importante es saber pensar a partir de ellos. Saber discriminar. Qué duda cabe de que la libertad de expresión es el origen de todo esto que hablamos, pero la libertad de expresión se degrada si sólo sirve para para decir tonterías. Me refiero con esto a aquellos individuos, hombres o mujeres, que tienen la obligación de observar, entender, reflexionar y decidir en asuntos que nos afectan a todos. Esta es una enseñanza esencial de la filosofía, que no es sólo amor a la sabiduría sino amor a las preguntas, a la curiosidad, al asombro. Pero sin dogmatismos, sin grumos mentales.
7.— Escuchando las tertulias de radio, por ejemplo, me sorprende la incapacidad de pensar de muchos de los que reflexionan a través del tópico, la frase hecha y el concepto estereotipado. Esto se podría remediar defendiendo en serio la educación. Recuerdo cada día esa intuición tan certera de Kant: “El ser humano es lo que la educación hace de él”. Pero en este tiempo nuestro existe también una educación inmovilizadora cada vez más extendida. Es la que tiene que ver con el ámbito de las redes sociales y de los teléfonos móviles. Eso podría conducirnos a una sociedad inmovilizada. Los flashes momentáneos que generan las redes sociales impiden el pensamiento, lo anestesian. Pues pensar es una forma de dotar al individuo de fluidez, de agilidad, de amplitud. Lo opuesto al sedentarismo de los mensajes instantáneos. El mejor reflejo para representar esta idea es el libro y la lectura. Ellos, los libros, ofrecen siempre una posibilidad de diálogo. Pero cada vez hay menos interés por dialogar.
8.— La historia no ha muerto, como se ha dicho. Eso sería la muerte del hombre. La historia es el aliento del hombre, de cada individuo y de la colectividad, el respirar hacia el futuro, con proyectos e ideas, es la esencia de la vida y el futuro es lo que permite que exista el pasado, la memoria, la historia. Hay que cultivar la memoria, que es lo que realmente somos. Una de las características de nuestro ser es repetirnos monótonamente un cierto discurso machacón y angustioso y la literatura es la apertura de esa angustia, de esa estrechez, un aire que refresca nuestro posible abotargamiento. Hay informaciones en los medios que aniquilan, que matan, que no crean diálogo; es el cultivo del pensamiento incoherente. En la cultura clásica se luchó por entender, por seguir racionalmente una argumentación, y ahora, supeditados al flash de las imágenes, vivimos el enorme peligro de que el pensamiento no sea coherente, que sea epidérmico e inconsistente. Los medios de comunicación tienen gran responsabilidad ante esto. La defensa sería la lectura, el cultivo del pensamiento abstracto.
*Luis García Montero es escritor y profesor de Literatura. Su último libro, Balada en la muerte de la poesía (Visor, 2016).
Los diálogos de Emilio Lledó
Luis García Montero Publicada 20/10/2017.
- El diálogo es algo más que una invitación a hablar. Se trata de una manera de entender la verdad y el conocimiento
- El pensamiento vivo de Dar razón parece salir del interior de los lectores. Los maestro convierten su palabra en una cita con nosotros mismos
Pensar es dialogar con uno mismo. En ese diálogo no suele aparecer una verdad original, ni una ocurrencia inmotivada, sino las consecuencias de un sedimento de lo vivido, de lo aprendido, de lo dudado. Por eso cuando se lee o se escucha a un maestro parece que la conversación nos sale de dentro, que estamos hablando con nosotros mismos. Esa es la experiencia que he tenido al leer Dar razón. Conversaciones (KRK, 2017), el libro en el que Juan Á. Canal ha ordenado un numeroso conjunto de entrevistas con Emilio Lledó. Los distintos interlocutores buscan las opiniones de Lledó sobre los asuntos que han caracterizado su inquietud: la palabra, la memoria, la educación, la ética y la libertad.
El diálogo es algo más que una invitación a hablar. Se trata de una manera de entender la verdad y el conocimiento. Educarse es hacerse a uno mismo y en el hacerse uno está el descubrimiento de la alteridad, la manera de prepararse para escuchar al otro como un requisito imprescindible en el dialogar con uno mismo. Los clásicos griegos van siempre en el equipaje del maestro; pero también la poesía, la palabra de Antonio Machado: «Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa». O también: «¿Tu verdad? No, la Verdad /, y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela».
La conversación es por tanto un deseo de estar con uno mismo y con el otro, un deseo de ser y de convivir. Esta imagen del saber no encaja bien con una idea de libertad que se funde en la posibilidad de decir, pero se desentienda del aprendizaje de escuchar. Tampoco con la dinámica de precipitarnos a decir lo que se nos ocurre, antes de pensar bien lo que decimos. La verdad no es algo concedido, revelado. Es algo creado, compartido. Lo máximo que podemos pedir es que nos den razón, que nos muevan a compartir la búsqueda.
Pero puestos a pensar en el mundo que habitamos hay una imagen que crea inquietud. El individuo solitario, sin memoria y sin preocupación por el futuro, que se limita a vivir en el instante. Se trata del tiempo mercantilizado propio de la sociedad de consumo, el tiempo de un individuo también mercantilizado y sin lejanías. Y la paradoja moderna es que este individuo, hecho puro presente, sólo puede tener una relación lejana con el mundo a través de realidades que le llegan por medio de las redes sociales. Si convivir en el diálogo supone que los individuos con memoria compartan la cercanía del mundo (una interpelación de lo que está ahí), las nuevas formas de comunicación facilitan otra posibilidad: individuos sin memoria, sin lejanías, hablan y deciden sobre un mundo por el contrario lejano y desconocido. Invitaciones a la inexistencia, estas dinámicas empujan a deshacerse en lo ya deshecho, a dejar de ser en lo otro. Y no hay silencio, sino el ruido tumultuoso de la nada, retórica sin poesía, la acumulación de verdades no inventadas en común, sino asumidas en soledad. Supercherías que conforman a su antojo un yo que no es dueño de sí mismo. El súbdito de una democracia oligárquica.
Ponerse filosófico o poético sólo significa preocuparse por la vida. A Emilio Lledó le gusta repetir una frase del Gorgias platónico: “Déjate de historias y dime de una vez cómo hay que vivir”. Es decir, cómo debemos pensar y hacer la justicia, la educación, la libertad, el amor y la economía.
La ética es una costumbre de ser, una guarida que nos permite resistir dentro del campo de desplazados y dentro del vértigo de los movimientos migratorios en el que se ha convertido el mundo con la mercantilización de las lejanías. La lectura supone un refugio a campo abierto, un modo de dialogar con uno mismo en presencia del otro. La palabra escrita nos devuelve lo ausente, nos permite sostener el diálogo a través del tiempo, nos hace herederos, nos consolida en la memoria. De nuevo la poesía y la filosofía juntas, en este caso de la mano de Quevedo, en la conversación de un retiro habitado por la historia. Es el diálogo con sus doctos libros juntos: «Si no siempre entendidos, siempre abiertos, / enmiendan, o fecundan mis asuntos; / y en músicos callados contrapuntos / al sueño de la vida hablan despiertos». Un diálogo de vivos, palabras vivas que salen de la boca o de los ojos gracias a los libros. Según Lledó, la literatura es el contrapunto de la vida que necesita despertar, un medio efectivo para romper la monotonía de los discursos imperantes cuantos las sociedades caen en la indiferencia, el dogmatismo o la zafiedad.
El pensamiento vivo y vinculado de Dar razón parece salir del interior de los lectores. Los maestro convierten su palabra en una cita con nosotros mismos. Y eso es lo que ha hecho Emilio Lledó a lo largo de muchos años en su tarea de escritor y profesor: dar sentido al diálogo, mandar recado con un lugar y una hora para la cita.
*Luis García Montero es poeta y profesor de Literatura. Su último libro, Balada en la muerte de la poesía (Visor, 2016).
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