Hijos de la entropía

a través de Hijos de la entropía

Por considerar que su importancia es fundamental para la reflexión existencial desde otro plano, reedito y vuelvo a publicar éste excelente artículo de mis amigos de: 

Las crónicas del Otro Mundo

Hijos de la entropía

EN 

naturaleza muerta

Si nuestro paso por este mundo es un hecho irrepetible. Si cada día, hora, minuto o segundo de nuestra vida, o cada mínima e insignificante fracción subsiguiente en la que queramos descomponer el tiempo, es tan única y diferente de las demás como lo son los millardos de incontables estrellas que se desparraman sobre nuestras cabezas. ¿No deberían estas discretas unidades tener el valor de lo sagrado?

Pasamos la mayor parte de nuestra vida preparándonos para el mañana, pero el mañana tal vez solo sea un concepto que nazca de la idea de que el tiempo es irreversible, y que si bien el pasado es algo que no podemos cambiar, y el presente nos viene limitado, ese mañana se nos presenta como la única opción de elegir en cierta manera nuestro destino, aunque existen tantas condicionantes, que es altamente improbable que las cosas terminen siendo como nosotros pensamos: en el fondo, todos estamos supeditados bajo el caos.

La gente envejece, los órdenes políticos surgen y después se desmoronan, los recursos naturales se agotan, las estrellas nacen y muren, y luego otras vuelven a nacer del mismo polvo cósmico que dejaron las que antes estuvieron allí, pero nunca volverán a ser las mismas, puesto que siempre existe un avance sin retorno, un viaje de ida en el que nadie ni nada posee billete para la vuelta.

Las cosas tienden a desordenarse por sí mismas, buscando distribuirse de la forma más homogénea posible. El calor de las estrellas se disipa en el espacio vacío que las circunda, las eyecciones de masa coronal son lanzadas al infinito donde su energía termina degradándose, distribuyéndose uniformemente hasta casi la nada. Aunque no hace falta ahondar en el espacio para encontrarnos con esa continua redistribución de los elementos de un sistema, no hay más que dejar caer un vaso de cristal para comprobar cómo se hace añicos, rompiéndose en un sinfín de diminutas astillas de vidrio que rápidamente serán esparcidas por el suelo, buscando dispersarse de la forma más aleatoria posible. Y sabemos, por pura empírica, que por más que lancemos esos trozos de cristal unos contra otros, jamás volverán a formar aquel vaso por sí mismos.

A este fenómeno se le conoce como “entropía”, y es el patrón fundamental que podemos encontrar en el mundo físico, donde la tendencia natural es avanzar hacia el agotamiento, el desgaste y la distribución continua. Tal y como puede verse en el Segundo Principio de la Termodinámica.

<<Ningún proceso cíclico es tal que el sistema en el que ocurre y su entorno puedan volver a la vez al mismo estado del que partieron>>.

Rudolf Clausius

No obstante, hay sistemas que se resisten a perecer bajo esa sempiterna desorganización, los sistemas formados por los seres vivos: desde los más diminutos y elementales compuestos por bacterias, hasta enormes y sofisticados como la sociedad humana; todos juntos luchamos contra el desvanecimiento, aunque para ello, inevitablemente necesitamos energía, recursos, alimentos, por lo que rápidamente surge la idea del conflicto, la segregación, la distinción de clases, la división del sistema. Y en esa pugna nos dedicamos a competir unos contra otros, olvidándonos de lo único que realmente importa.

El tiempo se deshace junto a la tormenta que restalla sobre nuestras cabezas, mientras observamos impotentes como nuestro único e irrepetible tiempo presente sigue cayendo a nuestro alrededor en forma de lluvia, en donde cada gota no es más que una de esas diminutas fracciones de tiempo que se precipitan sobre nosotros sin que podamos hacer nada por retenerlas, escurriéndose irremediablemente entre nuestros dedos. Y bajo esa ciega tormenta no somos más que ciegos muñecos de barro que se van diluyendo lentamente, esparciéndose sobre el suelo por igual, hasta que finalmente nuestra forma deja de ser reconocible.

Pero algo perdurará más allá de esa simple redistribución de nuestros átomos, el clamor de un sueño que reverberará sobre todas las generaciones que nos sucedan, al igual que la voz de los que nos precedieron resonaron sobre nuestros versos y canciones. Nuestro eco tomará la forma de un simple y discreto eslabón, aunque único, irrepetible y esencial, que unirá y dará forma a la cadena de la vida, de la que todos y cada uno de nosotros formamos parte, en nuestra continua lucha contra la entropía y la nada.

Por eso, desde siempre y para siempre: ¡Carpe diem!

“Se vio a los pies de aquel enorme raizal, quedando las transparentes aguas del lago a pocos centímetros de sus talones. A su alrededor, el manglar tendía sus raíces áreas hacia el cielo, uniéndose unas a otras sobre su cabeza, enredándose a modo de trenzas contra otras raíces más gruesas que surgían lateralmente de la gran raíz principal.

Descendiendo sigilosamente por una de esas enormes raíces, un misterioso jaguar lo observaba con cautela, esperando el momento más oportuno para poder abalanzarse sobre él. Pero el miedo ya no existía allí adentro, porque ambos eran la misma cosa, siendo su distinción únicamente el sustento que conforman las partes, siendo ambos, la atomización de aquel todo que conformaba la rizosfera.

Apareciendo desde el fondo del lago, un pequeño número de tortugas se asomaron para descansar en la orilla. En lo alto, grandes bandadas de pájaros aleteaban entre las raíces, nidificando en las alturas con total despreocupación. Apreció una enorme paz en su interior, y era capaz de sentir el frío húmedo del agua en su piel sin estar mojado, sólo porque la visión de aquellas tortugas ya le era suficiente para sentirlo, y como el viento que empujaba a las sostenidas aves acariciaba su rostro del mismo modo que las hacía volar. Era capaz de percibir el crecimiento de las diminutas raíces en los recónditos confines del universo por donde seguían expandiéndose, y, del mismo modo, escuchar la basculación de la nutritiva savia en su interior. Sintió que nada de la vida le era ajeno, y que aquellas tortugas, aquellos pájaros, aquel jaguar que se agazapaba en la espesura, junto a otros tantos animales que pululaban a su alrededor, formaban parte de su cuerpo al igual que él formaba parte de ellos.

Extendió sus brazos al cielo y sus dedos germinaron junto al gran árbol, brotando de sus miembros las mismas raíces que lo conectaban al todo. Sobre su cabeza, el astuto jaguar también había comenzado su transformación, y sus duras y afiladas garras se habían convertido en blandas yemas que reverdecieron, haciendo que nuevos y estilizados tallos descendieran hasta conectarse con los germinados brotes de aquel visitante. El resto de animales que se encontraban cerca de él comenzaron a hacer lo mismo, y pronto, su cuerpo se vio conectado con todos ellos, y por encima de ellos, con el gran árbol de la existencia…”