Carlos Castaneda.
Viaje a Itxlan.

– La muerte es nuestra eterna compañera -dijo don Juan con un aire sumamente serio-. siempre está a nuestra izquierda, a la distancia de un brazo. Te vigilaba cuando tú vigilabas al halcón blanco; te susurró en la oreja y sentiste su frío, como lo sentiste hoy. Siempre te ha estado vigilando. Siempre lo estará hasta el día en que te toque.
Extendió el brazo y me tocó levemente en el hombro, y al mismo tiempo produjo con la lengua un sonido profundo, chasqueante. El efecto fue devastador; casi volví el estómago.
– Tú eres el muchacho que acechaba su caza y esperaba pacientemente, como la muerte espera; sabes muy bien que la muerte está a nuestra izquierda, igual que tú estabas a la izquierda del halcón blanco.
Sus palabras tuvieron la extraña facultad de provocarme un terror injustificado; la única defensa era mi compulsión de poner por escrito todo cuanto él decía.
– ¿ Cómo puede uno darse tanta importancia sabiendo que la muerte nos está acechando? -preguntó.
Sentí que mi respuesta no era en realidad necesaria. De cualquier modo, no habría podido decir nada. Un nuevo estado de ánimo se había posesionado de mí.
– Cuando estés impaciente -prosiguió-, lo que debes hacer es voltear a la izquierda y pedir consejo a tu muerte. Una inmensa cantidad de mezquindad se pierde con sólo que tu muerte te haga un gesto, o alcances a echarle un vistazo, o nada más con que tengas la sensación de que tu compañera está allí vigilándote.
Volvió a inclinarse y me susurró al oído que, si volteaba de golpe hacia la izquierda, al ver su señal, podría ver nuevamente a mi muerte en el peñasco.
Sus ojos me hicieron una seña casi imperceptible, pero no me atreví a mirar.
Le dije que le creía y que no era necesario llevar más lejos el asunto, porque me hallaba aterrado. Él soltó una de sus rugientes carcajadas.
Respondió que el asunto de nuestra muerte nunca se llevaba lo bastante lejos. Y yo argumenté que para mí no tendría sentido seguir pensando en mi muerte, ya que eso sólo produciría desazón y miedo.
– ¡Eso es pura idiotez! -exclamó-. La muerte es la única consejera sabia que tenemos. Cada vez que sientas, como siempre lo haces, que todo te está saliendo mal y que estás a punto de ser aniquilado, vuélvete hacia tu muerte y pregúntale si es cierto. Tu muerte te dirá que te equivocas; que nada importa en realidad más que su toque. Tu muerte te dirá: “Todavía no te he tocado.”
Meneó la cabeza y pareció aguardar mi respuesta. Yo no tenía ninguna. Mis pensamientos corrían desenfrenados. Don Juan había asestado un tremendo golpe a mi egoísmo. La mezquindad de molestarme con él era monstruosa a la luz de mi muerte.
Tuve el sentimiento de que se hallaba plenamente consciente de mi cambio de humor. Había vuelto las tablas a su favor. Sonrió y empezó a tararear una canción ranchera.
-Sí -dijo con suavidad, tras una larga pausa-. Uno de los dos aquí tiene que cambiar, y aprisa. Uno de nosotros tiene que aprender de nuevo que la muerte es el cazador, y que siempre está a la izquierda. Uno de nosotros tiene que pedir consejo a la muerte y dejar la pinche mezquindad de los hombres que viven sus vidas como si la muerte nunca los fuera a tocar.

-Crees tener mucho tiempo -repitió.
-¿Mucho tiempo para qué, don Juan?
-Crees que tu vida va a durar para siempre.
-No. No lo creo.
-Entonces, si no crees que tu vida va a durar para siempre, ¿qué cosa esperas? ¿Por qué titubeas en cambiar?.
-¿Se le ha ocurrido alguna vez, don Juan, que a lo mejor no quiero cambiar?.
-Sí, se me ha ocurrido. Yo tampoco quería cambiar, igual que tú. Sin embargo, no me gustaba mi vida; estaba cansado de ella, igual que tú. Ahora no me alcanza la que tengo.
Afirmé con vehemencia que su insistente deseo de cambiar mi forma de vida era atemorizante y arbitrario. Dije que en cierto nivel estaba de acuerdo, pero el mero hecho de que él fuera siempre el amo que decidía las cosas me hacía la situación insostenible.
-No tienes tiempo para esta explosión, idiota -dijo con tono severo-. Esto, lo que estás haciendo ahora, puede ser tu último acto sobre la tierra. Puede muy bien ser tu última batalla. No hay poder capaz de garantizar que vayas a vivir un minuto más.
-Ya lo sé -dije con ira contenida.
-No. No lo sabes. Si lo supieras, serías un cazador.
Repuse que tenía conciencia de mi muerte inminente, pero que era inútil hablar o pensar acerca de ella, pues nada podía yo hacer para evitarla. Don Juan río y me comparó con un cómico que atraviesa mecánicamente su número rutinario.
-Si ésta fuera tu última batalla sobre la tierra, yo diría que eres un idiota -dijo calmadamente-. Estas desperdiciando en una tontería tu acto sobre la tierra.
Estuvimos callados un momento. Mis pensamientos se desbordaban. Don Juan tenía razón, desde luego.
-No tienes tiempo, amigo mío, no tienes tiempo. Ninguno de nosotros tiene tiempo -dijo.
-Estoy de acuerdo, don Juan, pero…
-No me des la razón por las puras -tronó-. En vez de estar de acuerdo tan fácilmente, debes actuar. Acepta el reto. Cambia.
-¿Así no más?
-Como lo oyes. El cambio del que hablo nunca sucede por grados; ocurre de golpe. Y tú no te estás preparando para ese acto repentino que producirá un cambio total.
Me pareció que expresaba una contradicción. Le expliqué que, si me estaba preparando para el cambio, sin duda estaba cambiando en forma gradual.
-No has cambiado en nada -repuso-. Por eso crees estar cambiando poco a poco. Pero a lo mejor un día de éstos te sorprendes cambiando de repente y sin una sola advertencia. Yo sé que así es la cosa, y por eso no pierdo de vista mi interés en convencerte.
No pude persistir en mi argumentación. No estaba seguro de qué deseaba decir realmente. Tras una corta pausa, don Juan reanudó sus explicaciones.
-Quizás haya que decirlo de otra manera -dijo-. Lo que te recomiendo que hagas es notar que no tenemos ninguna seguridad de que nuestras vidas van a seguir indefinidamente.
Acabo de decir que el cambio llega de pronto, sin anunciar, y lo mismo la muerte. ¿Qué crees que podamos hacer?
Pensé que la pregunta era retórica, pero él hizo un gesto con las cejas instándome a responder.
-Vivir lo más felices que podamos -dije.
-¡Correcto! ¿Pero conoces a alguien que viva feliz?
Mi primer impulso fue decir que sí; pensé que podía usar como ejemplos a varias personas que conocía. Pero al pensarlo mejor supe que mi esfuerzo sería sólo un hueco intento de exculparme.
-No -dije-. En verdad no.
-Yo sí -dijo don Juan-. Hay algunas personas que tienen mucho cuidado con la naturaleza de sus actos. Su felicidad es actuar con el conocimiento pleno de que no tienen tiempo; así, sus actos tienen un poder peculiar; sus actos tienen un sentido de…
Parecían faltarle las palabras. Se rascó las sienes y sonrió. Luego, de pronto, se puso de pie como si nuestra conversación hubiera concluido. Le supliqué terminar lo que me estaba diciendo. Volvió a sentarse y frunció los labios.
Los actos tienen poder -dijo-. Sobre todo cuando la persona que actúa sabe que esos actos son su última batalla. Hay una extraña felicidad ardiente en actuar con el pleno conocimiento de que lo que uno está haciendo puede muy bien ser su último acto sobre la tierra. Te recomiendo meditar en tu vida y contemplar tus actos bajo esa luz.»
Carlos Castaneda.
Viaje a Itxlan.

INTRODUCCIÓN
El sábado 22 de mayo de 1971 fui a Sonora, México, para ver a don Juan Matus, un brujo
yaqui con quien tenía contacto desde 1961. Pensé que mi visita de ese día no iba a ser en nada distinta de las veintenas de veces que había ido a verlo en los diez años que llevaba como aprendiz suyo. Sin embargo, los hechos que tuvieron lugar ese día y el siguiente fueron decisivos para mí. En dicha ocasión mi aprendizaje llegó a su etapa final.
Ya he presentado el caso de mi aprendizaje en dos obras anteriores: Las enseñanzas de don Juan y Una realidad aparte.
Mi suposición básica en ambos libros ha sido que los puntos de coyuntura en aprender brujería eran los estados de realidad no ordinaria producidos por la ingestión de plantas psicotrópicas.
En este aspecto, don Juan era experto en el uso de tres plantas: Datura inoxia, comúnmente conocida como toloache; Lophophora williamsii, conocida como peyote, y un hongo alucinógeno del género Psilocybe.
Mi percepción del mundo a través de los efectos de estos psicotrópicos había sido tan extraña e impresionante que me vi forzado a asumir que tales estados eran la única vía para comunicar y aprender lo que don Juan trataba de enseñarme.
Tal suposición era errónea. Con el propósito de evitar cualquier mala interpretación relativa a mi trabajo con don Juan, me gustaría clarificar en este punto los aspectos siguientes.
Hasta ahora, no he hecho el menor intento de colocar a don Juan en un determinado medio cultural. El hecho de que él se considere indio yaqui no significa que su conocimiento de la brujería se conozca o se practique entre los yaquis en general.
Todas las conversaciones que don Juan y yo tuvimos a lo largo del aprendizaje fueron en
español, y sólo gracias a su dominio completo de dicho idioma pude obtener explicaciones complejas de su sistema de creencias.
He observado la práctica de llamar brujería a ese sistema, y también la de referirme a don Juan como brujo, porque éstas son las categorías empleadas por él mismo.
Como pude escribir la mayoría de lo que se dijo al principiar el aprendizaje, y todo lo que se dijo en fases posteriores, reuní voluminosas notas de campo. Para hacerlas legibles, conservando a la vez la unidad dramática de las enseñanzas de don Juan, he tenido que
reducirlas, pero lo que he eliminado es, creo, marginal a los puntos que deseo plantear.
En el caso de mi trabajo con don Juan, he limitado mis esfuerzos exclusivamente a verlo como brujo y a adquirir membrecía en su conocimiento.
Con el fin de presentar mi argumento, debo antes explicar la premisa básica de la brujería según don Juan me la presentó. Dijo que, para un brujo, el mundo de la vida cotidiana no es real ni está allí, como nosotros creemos. Para un brujo, la realidad, o el mundo que todos conocemos, es solamente una descripción.
Para validar esta premisa, don Juan hizo todo lo posible por llevarme a una convicción
genuina de que, lo que mi mente consideraba el mundo inmediato era sólo una descripción del mundo: una descripción que se me había inculcado desde el momento en que nací.
Me señaló que todo el que entra en contacto con un niño es un maestro que le describe
incesantemente el mundo, hasta el momento en que el niño es capaz de percibir el mundo según se lo describen. De acuerdo con don Juan, no guardamos recuerdo de aquel momento portentoso, simplemente porque ninguno de nosotros podía haber tenido ningún punto de referencia para compararlo con cualquier otra cosa. Sin embargo, desde ese momento el niño es un miembro. Conoce la descripción del mundo, y su membrecía supongo, se hace definitiva cuando él mismo es capaz de llevar a cabo todas las interpretaciones perceptuales adecuadas, que validan dicha descripción ajustándose a ella.
Para don Juan, pues, la realidad de nuestra vida diaria consiste en un fluir interminable de interpretaciones perceptuales que nosotros, como individuos que comparten una membrecía específica, hemos aprendido a realizar en común.
La idea de que las interpretaciones perceptuales que configuran el mundo tienen un fluir es congruente con el hecho de que corren sin interrupción y rara vez, o nunca, se ponen en tela de juicio. De hecho, la realidad del mundo que conocemos se da a tal grado por sentada que la premisa básica de la brujería, la de que nuestra realidad es apenas una de muchas descripciones, difícilmente podría tomarse como una proposición seria.
Afortunadamente, en el caso de mi aprendizaje, a don Juan no le preocupaba en absoluto el que yo pudiese, o no, tomar en serio su proposición, y procedió a dilucidar sus planteamientos pese a mi oposición, mi incredulidad y mi incapacidad de comprender lo que decía. Así, como maestro de brujería, don Juan trató de describirme el mundo desde la primera vez que hablamos.
Mi dificultad para asir sus conceptos y sus métodos derivaba del hecho de que las unidades de su descripción eran ajenas e incompatibles con las de la mía propia.
Su argumento era que me estaba enseñando a «ver», cosa distinta de solamente «mirar», y que «parar el mundo» era el primer paso para «ver».
Durante años, la idea de «parar el mundo» fue para mí una metáfora críptica que en realidad nada significaba. Sólo durante una conversación informal, ocurrida hacia el final de mi aprendizaje, llegué a advertir por entero su amplitud e importancia como una de las proposiciones principales en el conocimiento de don Juan.
Él y yo habíamos estado hablando de, diversas cosas en forma reposada, sin estructura. Le conté el dilema de un amigo mío con su hijo de nueve años. El niño, que había estado viviendo
con la madre durante los cuatro años anteriores, vivía entonces con mi amigo, y el problema era qué hacer con él. Según mi amigo, el niño era un inadaptado en la escuela, sin concentración y no se interesaba en nada. Era dado a berrinches, a conducta destructiva y a escaparse de la casa.
-Menudo problema se carga tu amigo -dijo don Juan, riendo.
Quise seguirle contando todas las cosas «terribles» que el niño hacia, pero me interrumpió.
-No hay necesidad de decir más sobre ese pobre niñito -dijo-. No hay necesidad de que tú o yo pensemos de sus acciones de un modo o del otro.
Su actitud fue abrupta y su tono firme, pero luego sonrió.
-¿Qué puede hacer mi amigo? -pregunté.
-Lo peor que puede hacer es forzar al niño a estar de acuerdo con él -dijo don Juan.
-¿Qué quiere usted decir?
-Quiero decir que el padre no debe pegarle ni asustarlo cuando no se porta como él quiere.
-¿Cómo va a enseñarle algo si no es firme con él?
-Tu amigo debería dejar que otra gente le pegara al niño.
-¡No puede dejar que una persona ajena toque a su niño! -dije, sorprendido de la sugerencia.
Don Juan pareció disfrutar mi reacción y soltó una risita.
-Tu amigo no es guerrero -dijo-. Si lo fuera, sabría que no puede hacerse nada peor que
enfrentar sin más ni más a los seres humanos.
-¿Qué hace un guerrero, don Juan?
-Un guerrero procede con estrategia.
-Sigo sin entender qué quiere usted decir.
-Quiero decir que si tu amigo fuera guerrero ayudaría a su niño a parar el mundo.
-¿Cómo puede hacerlo?
-Necesitaría poder personal. Necesitaría ser brujo.
-Pero no lo es.
-En tal caso debe usar medios comunes y corrientes para ayudar a su hijo a cambiar su ideadel mundo. No es parar el mundo, pero de todos modos da resultado.
Le pedí explicar sus aseveraciones.
-Yo, en el lugar de tu amigo -dijo don Juan-, empezaría por pagarle a alguien para que le dierasus nalgadas al muchacho. Iría a los arrabales y me arreglaría con el hombre más feo quepudiera hallar.
-¿Para asustar a un niñito?
-No nada más para asustar a un niñito, idiota. Hay que parar a ese escuincle, y los golpes quele dé su padre no servirán de nada.
«Si queremos parar a nuestros semejantes, siempre hay que estar fuera del círculo que los oprime. En esa forma se puede dirigir la presión.»
La idea era absurda, pero de algún modo me atraía.
Don Juan descansaba la barbilla en la palma de la mano izquierda. Tenía el brazo izquierdo contra el pecho, apoyado en un cajón de madera que servía como una mesa baja. Sus ojos estaban cerrados, pero se movían. Sentí que me miraba a través de los párpados. La idea me espantó.
-Dígame qué más debería hacer mi amigo con su niño -dije.
-Dile que vaya a los arrabales y escoja con mucho cuidado al tipo más feo que pueda –
prosiguió él-. Dile que consiga uno joven. Uno al que todavía le quede algo de fuerza.
Don Juan delineó entonces una extraña estrategia. Yo debía instruir a mi amigo para que
hiciera que el hombre lo siguiese o lo esperara en un sitio a donde fuera a ir con su hijo.
El hombre, en respuesta a una seña convenida, dada después de cualquier comportamient objetable por parte del pequeño, debía saltar de algún escondite, agarrar al niño y darle una soberana tunda.
-Después de que el hombre lo asuste, tu amigo debe ayudar al niño a recobrar la confianza, encualquier forma que pueda. Si sigue este procedimiento tres o cuatro veces, te aseguro que el niño cambiará su sentir con respecto a todo. Cambiará su idea del mundo.
-¿Y si el susto le hace daño?
-El susto nunca daña a nadie. Lo que daña el espíritu es tener siempre encima alguien que te pegue y te diga qué hacer y qué no hacer. «Cuando el niño esté más contenido, debes decir a tu amigo que haga una última cosa por él.
Debe hallar el modo de dar con un niño muerto, quizá en un hospital o en el consultorio de un doctor. Debe llevar allí a su hijo y enseñarle el niño muerto. Debe hacerlo tocar el cadáver una vez, con la mano izquierda, en cualquier lugar menos en la barriga. Cuando el niño haga eso, quedará renovado. El mundo nunca será ya el mismo para él.»
Me di cuenta entonces de que, a través de los años de nuestra relación, don Juan había estado usando conmigo, aunque en una escala diferente, la misma táctica que sugería para el hijo de mi amigo. Le pregunté al respecto. Dijo que todo el tiempo había estado tratando de enseñarme a «parar el mundo».
–
Todavía no lo paras -dijo, sonriendo-. Parece que nada da resultado, porque eres muy terco. Pero si fueras menos terco, probablemente ya habrías parado el mundo con cualquiera de las técnicas que te he enseñado.
-¿Qué técnicas, don Juan?
-Todo lo que te he dicho era una técnica para parar el mundo.
Pocos meses después de aquella conversación, don Juan logró lo que se había propuesto:
enseñarme a «parar el mundo».
Ese monumental hecho de mi vida me obligó a reexaminar en detalle mi trabajo de diez años. Se me hizo evidente que mi suposición original con respecto al papel de las plantas
psicotrópicas era erróneo. Tales plantas no eran la faceta esencial en la descripción del mundo usada por el brujo, sino únicamente una ayuda para aglutinar, por así decirlo, partes de la descripción que yo había sido incapaz de percibir de otra manera. Mi insistencia en adherirme a mi versión normal de la realidad me hacía casi sordo y ciego a los objetivos de don Juan. Por tanto, fue sólo mi carencia de sensibilidad lo que propició el uso de los alucinógenos.
Al revisar la totalidad de mis notas de campo, advertí que don Juan me había dado la parte principal de la nueva descripción al principio mismo de nuestras relaciones, en lo que llamaba «técnicas de parar el mundo». En mis obras anteriores, descarté esas partes de mis notas porque no se referían al uso de plantas psicotrópicas. Ahora las he reinstaurado en el panorama total de las enseñanzas de don Juan, y abarcan los primeros diecisiete capítulos de esta obra. Los últimos tres capítulos son las notas de campo relativas a los eventos que culminaron cuando logré «parar el mundo».
Resumiendo, puedo decir que, cuando inicié el aprendizaje, había otra realidad, es decir, había una descripción del mundo, correspondiente a la brujería, que yo no conocía.
Don Juan, como brujo y maestro, me enseñó esa descripción. El aprendizaje que atravesé a lo largo de diez años consistía, por tanto, en instaurar esa realidad desconocida por medio del desarrollo de su descripción, añadiendo partes cada vez más complejas conforme yo progresaba.
La conclusión del aprendizaje significó que yo había aprendido, en forma convincente y
auténtica, una nueva descripción del mundo, y así había obtenido la capacidad de deducir una nueva percepción de las cosas que encajaba con su nueva descripción. En otras palabras, había obtenido membrecía.
Don Juan declaraba que para llegar a «ver» primero era necesario «parar el mundo». La frase «parar el mundo» era en realidad una buena expresión de ciertos estados de conciencia en los cuales la realidad de la vida cotidiana se altera porque el fluir de la interpretación, que por lo común corre ininterrumpido, ha sido detenido por un conjunto de circunstancias ajenas a dicho fluir. En mi caso, el conjunto de circunstancias ajeno a mi fluir normal de interpretaciones fue la descripción que la brujería hace del mundo. El requisito previo que don Juan ponía para «parar el mundo» era que uno debía estar convencido; en otras palabras, había que aprender la nueva descripción en un sentido total, con el propósito de enfrentarla con la vieja y en tal forma romper la certeza dogmática, compartida por todos nosotros, de que la validez de nuestras percepciones, o nuestra realidad del mundo, se encuentra más allá de toda duda.
Después de «parar el mundo», el siguiente paso fue «ver». Con eso, don Juan se refería a lo
que me gustaría categorizar como «responder a los estímulos perceptuales de un mundo fuera de la descripción que hemos aprendido a llamar realidad».
Mi argumento es que todos estos pasos sólo pueden comprenderse en términos de la
descripción a la cual pertenecen; y como es una descripción que don Juan luchó por darme desde el principio, debo dejar que sus enseñanzas sean la única fuente de acceso a ella. Así pues, he dejado que las palabras de don Juan hablen por sí mismas.


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